Después de un año en el que cada uno vivió su propia vida, volvieron a encontrarse.
Decidieron dar un paseo por los alrededores, y así surgió otra oportunidad para conversar.
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El senior la miró brevemente y le preguntó si ahora estaba haciendo algo que realmente le gustara, si se sentía más tranquila que antes. Pero ella, que no sabía qué era lo que realmente le gustaba ni quién era en realidad, no pudo responder. Solo mostró una sonrisa incómoda. Quizá fue porque él vio la verdad detrás de esa sonrisa amarga, que decidió contarle primero su propia historia.
Le dijo que, en realidad, nunca había tenido algo que le apasionara de verdad. En la escuela, hacía deporte simplemente porque sus amigos lo hacían; y cumplía las tareas que los profesores mandaban, pero sin ningún entusiasmo propio. Nunca hubo algo que lo moviera desde dentro. Tras graduarse de la secundaria, eligió una carrera popular, y al igual que ella, consiguió un trabajo como ingeniero después de terminar la universidad.
Pero siete años atrás, en un día en que la nieve caía intensamente, tuvo una experiencia especial mientras volvía del trabajo con un compañero.
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El aire gélido hacía que la gente caminara deprisa; la nieve crujía bajo los pies, y las calles colapsaban poco a poco. Cuando el reloj marcó las seis, una multitud salió de los edificios como una ola, y yo también me dirigí hacia la salida para volver a casa. Afuera ya estaba completamente oscuro, y el vaho blanco acompañaba cada uno de mis suspiros.
Al observar por un momento la nieve que caía sin parar y justo cuando estaba por seguir caminando, el compañero de trabajo con quien más cercanía tenía me tocó el hombro. Me propuso tomar un trago y dijo que antes había un lugar al que quería pasar. Me llevó a un callejón del lado opuesto a la zona concurrida, un lugar donde casi no se escuchaban pasos ni voces. A cada paso, el ruido de la ciudad desaparecía, y solo las luces de las farolas y el brillo de la nieve iluminaban el camino.
No sé cuánto caminamos, pero justo cuando mis pies empezaban a sentirse congelados, ocurrió algo. En aquel callejón silencioso comenzó a escucharse música de jazz. El sonido vivo de los instrumentos hizo que olvidara el frío; me atrapó una cálida sensación inesperada. Siguiendo el sonido, levanté la mirada y vi un taller iluminado con una luz amarilla. Mi compañero señaló el lugar diciendo que ya casi llegábamos.
Al entrar, nos envolvió un aroma profundo a madera. Era un taller donde se fabricaban instrumentos. El dueño, un maestro artesano, llevaba décadas creando instrumentos allí mismo. Además, para los músicos que compraban sus obras, había habilitado un pequeño espacio tipo escenario en un rincón del taller. Justo cuando llegamos, algunos de los clientes habituales estaban tocando.
Mi compañero conversó con naturalidad con el artesano, como si ya se conocieran, mientras yo me dejaba llevar por la música que llenaba el espacio y observaba los instrumentos esparcidos por allí. Maderas apiladas, instrumentos sin terminar, virutas brillantes esparcidas por el suelo… No puedo explicar con exactitud qué sentí en ese momento. Lo único claro es que apareció en mí una especie de reverencia hacia el trabajo de moldear el sonido.
Nunca antes me había sentido tan cautivado por algo. El deseo de aprender a trabajar con el sonido fue inmediato, casi inevitable. Después de aquella noche, pensé durante mucho tiempo en lo que quería hacer con mi vida y finalmente decidí dejar la empresa. La gente a mi alrededor trató de convencerme de que no valía la pena renunciar por algo así. Yo mismo estaba lleno de dudas: no tenía habilidad manual, y me preguntaba si no sería demasiado tarde para aprender ese oficio.
Pero aun así, mi corazón ya estaba allí. No había nada más que pensar.
Solo existía la pregunta de cómo crear mi propio sonido y cómo seguir creándolo.
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Tras escuchar esa historia, sus pensamientos continuaron persiguiéndola incluso en la oficina. Decidió ser honesta consigo misma y comenzó a preguntarse cómo quería vivir a partir de ahora. Mientras lo pensaba, empezó a garabatear dibujos en una hoja en blanco. En ese momento, un compañero cercano que pasaba por su lado retrocedió unos pasos y se detuvo para observar fijamente su dibujo.
“Las cosas imperfectas y desordenadas siempre tienen personalidad. Me gusta tu dibujo”, dijo.
Y luego le preguntó qué opinaba ella misma de su propio dibujo.
Ella respondió: “A mí… me gusta.”
Sorprendida por aquel comentario inesperado, se quedó mirando su dibujo durante un buen rato. Esa noche, al regresar a casa, puso la canción que más le gustaba y sacó sus materiales de arte, que no había vuelto a tocar desde la universidad. Con toda su atención puesta en sí misma, comenzó a llenar el lienzo que llevaba tanto tiempo en silencio.
Después de un año en el que cada uno vivió su propia vida, volvieron a encontrarse.
Decidieron dar un paseo por los alrededores, y así surgió otra oportunidad para conversar.
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El senior la miró brevemente y le preguntó si ahora estaba haciendo algo que realmente le gustara, si se sentía más tranquila que antes. Pero ella, que no sabía qué era lo que realmente le gustaba ni quién era en realidad, no pudo responder. Solo mostró una sonrisa incómoda. Quizá fue porque él vio la verdad detrás de esa sonrisa amarga, que decidió contarle primero su propia historia.
Le dijo que, en realidad, nunca había tenido algo que le apasionara de verdad. En la escuela, hacía deporte simplemente porque sus amigos lo hacían; y cumplía las tareas que los profesores mandaban, pero sin ningún entusiasmo propio. Nunca hubo algo que lo moviera desde dentro. Tras graduarse de la secundaria, eligió una carrera popular, y al igual que ella, consiguió un trabajo como ingeniero después de terminar la universidad.
Pero siete años atrás, en un día en que la nieve caía intensamente, tuvo una experiencia especial mientras volvía del trabajo con un compañero.
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El aire gélido hacía que la gente caminara deprisa; la nieve crujía bajo los pies, y las calles colapsaban poco a poco. Cuando el reloj marcó las seis, una multitud salió de los edificios como una ola, y yo también me dirigí hacia la salida para volver a casa. Afuera ya estaba completamente oscuro, y el vaho blanco acompañaba cada uno de mis suspiros.
Al observar por un momento la nieve que caía sin parar y justo cuando estaba por seguir caminando, el compañero de trabajo con quien más cercanía tenía me tocó el hombro. Me propuso tomar un trago y dijo que antes había un lugar al que quería pasar. Me llevó a un callejón del lado opuesto a la zona concurrida, un lugar donde casi no se escuchaban pasos ni voces. A cada paso, el ruido de la ciudad desaparecía, y solo las luces de las farolas y el brillo de la nieve iluminaban el camino.
No sé cuánto caminamos, pero justo cuando mis pies empezaban a sentirse congelados, ocurrió algo. En aquel callejón silencioso comenzó a escucharse música de jazz. El sonido vivo de los instrumentos hizo que olvidara el frío; me atrapó una cálida sensación inesperada. Siguiendo el sonido, levanté la mirada y vi un taller iluminado con una luz amarilla. Mi compañero señaló el lugar diciendo que ya casi llegábamos.
Al entrar, nos envolvió un aroma profundo a madera. Era un taller donde se fabricaban instrumentos. El dueño, un maestro artesano, llevaba décadas creando instrumentos allí mismo. Además, para los músicos que compraban sus obras, había habilitado un pequeño espacio tipo escenario en un rincón del taller. Justo cuando llegamos, algunos de los clientes habituales estaban tocando.
Mi compañero conversó con naturalidad con el artesano, como si ya se conocieran, mientras yo me dejaba llevar por la música que llenaba el espacio y observaba los instrumentos esparcidos por allí. Maderas apiladas, instrumentos sin terminar, virutas brillantes esparcidas por el suelo… No puedo explicar con exactitud qué sentí en ese momento. Lo único claro es que apareció en mí una especie de reverencia hacia el trabajo de moldear el sonido.
Nunca antes me había sentido tan cautivado por algo. El deseo de aprender a trabajar con el sonido fue inmediato, casi inevitable. Después de aquella noche, pensé durante mucho tiempo en lo que quería hacer con mi vida y finalmente decidí dejar la empresa. La gente a mi alrededor trató de convencerme de que no valía la pena renunciar por algo así. Yo mismo estaba lleno de dudas: no tenía habilidad manual, y me preguntaba si no sería demasiado tarde para aprender ese oficio.
Pero aun así, mi corazón ya estaba allí. No había nada más que pensar.
Solo existía la pregunta de cómo crear mi propio sonido y cómo seguir creándolo.
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Tras escuchar esa historia, sus pensamientos continuaron persiguiéndola incluso en la oficina. Decidió ser honesta consigo misma y comenzó a preguntarse cómo quería vivir a partir de ahora. Mientras lo pensaba, empezó a garabatear dibujos en una hoja en blanco. En ese momento, un compañero cercano que pasaba por su lado retrocedió unos pasos y se detuvo para observar fijamente su dibujo.
“Las cosas imperfectas y desordenadas siempre tienen personalidad. Me gusta tu dibujo”, dijo.
Y luego le preguntó qué opinaba ella misma de su propio dibujo.
Ella respondió: “A mí… me gusta.”
Sorprendida por aquel comentario inesperado, se quedó mirando su dibujo durante un buen rato. Esa noche, al regresar a casa, puso la canción que más le gustaba y sacó sus materiales de arte, que no había vuelto a tocar desde la universidad. Con toda su atención puesta en sí misma, comenzó a llenar el lienzo que llevaba tanto tiempo en silencio.
Después de un año en el que cada uno vivió su propia vida, volvieron a encontrarse.
Decidieron dar un paseo por los alrededores, y así surgió otra oportunidad para conversar.
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El senior la miró brevemente y le preguntó si ahora estaba haciendo algo que realmente le gustara, si se sentía más tranquila que antes. Pero ella, que no sabía qué era lo que realmente le gustaba ni quién era en realidad, no pudo responder. Solo mostró una sonrisa incómoda. Quizá fue porque él vio la verdad detrás de esa sonrisa amarga, que decidió contarle primero su propia historia.
Le dijo que, en realidad, nunca había tenido algo que le apasionara de verdad. En la escuela, hacía deporte simplemente porque sus amigos lo hacían; y cumplía las tareas que los profesores mandaban, pero sin ningún entusiasmo propio. Nunca hubo algo que lo moviera desde dentro. Tras graduarse de la secundaria, eligió una carrera popular, y al igual que ella, consiguió un trabajo como ingeniero después de terminar la universidad.
Pero siete años atrás, en un día en que la nieve caía intensamente, tuvo una experiencia especial mientras volvía del trabajo con un compañero.
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El aire gélido hacía que la gente caminara deprisa; la nieve crujía bajo los pies, y las calles colapsaban poco a poco. Cuando el reloj marcó las seis, una multitud salió de los edificios como una ola, y yo también me dirigí hacia la salida para volver a casa. Afuera ya estaba completamente oscuro, y el vaho blanco acompañaba cada uno de mis suspiros.
Al observar por un momento la nieve que caía sin parar y justo cuando estaba por seguir caminando, el compañero de trabajo con quien más cercanía tenía me tocó el hombro. Me propuso tomar un trago y dijo que antes había un lugar al que quería pasar. Me llevó a un callejón del lado opuesto a la zona concurrida, un lugar donde casi no se escuchaban pasos ni voces. A cada paso, el ruido de la ciudad desaparecía, y solo las luces de las farolas y el brillo de la nieve iluminaban el camino.
No sé cuánto caminamos, pero justo cuando mis pies empezaban a sentirse congelados, ocurrió algo. En aquel callejón silencioso comenzó a escucharse música de jazz. El sonido vivo de los instrumentos hizo que olvidara el frío; me atrapó una cálida sensación inesperada. Siguiendo el sonido, levanté la mirada y vi un taller iluminado con una luz amarilla. Mi compañero señaló el lugar diciendo que ya casi llegábamos.
Al entrar, nos envolvió un aroma profundo a madera. Era un taller donde se fabricaban instrumentos. El dueño, un maestro artesano, llevaba décadas creando instrumentos allí mismo. Además, para los músicos que compraban sus obras, había habilitado un pequeño espacio tipo escenario en un rincón del taller. Justo cuando llegamos, algunos de los clientes habituales estaban tocando.
Mi compañero conversó con naturalidad con el artesano, como si ya se conocieran, mientras yo me dejaba llevar por la música que llenaba el espacio y observaba los instrumentos esparcidos por allí. Maderas apiladas, instrumentos sin terminar, virutas brillantes esparcidas por el suelo… No puedo explicar con exactitud qué sentí en ese momento. Lo único claro es que apareció en mí una especie de reverencia hacia el trabajo de moldear el sonido.
Nunca antes me había sentido tan cautivado por algo. El deseo de aprender a trabajar con el sonido fue inmediato, casi inevitable. Después de aquella noche, pensé durante mucho tiempo en lo que quería hacer con mi vida y finalmente decidí dejar la empresa. La gente a mi alrededor trató de convencerme de que no valía la pena renunciar por algo así. Yo mismo estaba lleno de dudas: no tenía habilidad manual, y me preguntaba si no sería demasiado tarde para aprender ese oficio.
Pero aun así, mi corazón ya estaba allí. No había nada más que pensar.
Solo existía la pregunta de cómo crear mi propio sonido y cómo seguir creándolo.
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Tras escuchar esa historia, sus pensamientos continuaron persiguiéndola incluso en la oficina. Decidió ser honesta consigo misma y comenzó a preguntarse cómo quería vivir a partir de ahora. Mientras lo pensaba, empezó a garabatear dibujos en una hoja en blanco. En ese momento, un compañero cercano que pasaba por su lado retrocedió unos pasos y se detuvo para observar fijamente su dibujo.
“Las cosas imperfectas y desordenadas siempre tienen personalidad. Me gusta tu dibujo”, dijo.
Y luego le preguntó qué opinaba ella misma de su propio dibujo.
Ella respondió: “A mí… me gusta.”
Sorprendida por aquel comentario inesperado, se quedó mirando su dibujo durante un buen rato. Esa noche, al regresar a casa, puso la canción que más le gustaba y sacó sus materiales de arte, que no había vuelto a tocar desde la universidad. Con toda su atención puesta en sí misma, comenzó a llenar el lienzo que llevaba tanto tiempo en silencio.
Después de un año en el que cada uno vivió su propia vida, volvieron a encontrarse.
Decidieron dar un paseo por los alrededores, y así surgió otra oportunidad para conversar.
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El senior la miró brevemente y le preguntó si ahora estaba haciendo algo que realmente le gustara, si se sentía más tranquila que antes. Pero ella, que no sabía qué era lo que realmente le gustaba ni quién era en realidad, no pudo responder. Solo mostró una sonrisa incómoda. Quizá fue porque él vio la verdad detrás de esa sonrisa amarga, que decidió contarle primero su propia historia.
Le dijo que, en realidad, nunca había tenido algo que le apasionara de verdad. En la escuela, hacía deporte simplemente porque sus amigos lo hacían; y cumplía las tareas que los profesores mandaban, pero sin ningún entusiasmo propio. Nunca hubo algo que lo moviera desde dentro. Tras graduarse de la secundaria, eligió una carrera popular, y al igual que ella, consiguió un trabajo como ingeniero después de terminar la universidad.
Pero siete años atrás, en un día en que la nieve caía intensamente, tuvo una experiencia especial mientras volvía del trabajo con un compañero.
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El aire gélido hacía que la gente caminara deprisa; la nieve crujía bajo los pies, y las calles colapsaban poco a poco. Cuando el reloj marcó las seis, una multitud salió de los edificios como una ola, y yo también me dirigí hacia la salida para volver a casa. Afuera ya estaba completamente oscuro, y el vaho blanco acompañaba cada uno de mis suspiros.
Al observar por un momento la nieve que caía sin parar y justo cuando estaba por seguir caminando, el compañero de trabajo con quien más cercanía tenía me tocó el hombro. Me propuso tomar un trago y dijo que antes había un lugar al que quería pasar. Me llevó a un callejón del lado opuesto a la zona concurrida, un lugar donde casi no se escuchaban pasos ni voces. A cada paso, el ruido de la ciudad desaparecía, y solo las luces de las farolas y el brillo de la nieve iluminaban el camino.
No sé cuánto caminamos, pero justo cuando mis pies empezaban a sentirse congelados, ocurrió algo. En aquel callejón silencioso comenzó a escucharse música de jazz. El sonido vivo de los instrumentos hizo que olvidara el frío; me atrapó una cálida sensación inesperada. Siguiendo el sonido, levanté la mirada y vi un taller iluminado con una luz amarilla. Mi compañero señaló el lugar diciendo que ya casi llegábamos.
Al entrar, nos envolvió un aroma profundo a madera. Era un taller donde se fabricaban instrumentos. El dueño, un maestro artesano, llevaba décadas creando instrumentos allí mismo. Además, para los músicos que compraban sus obras, había habilitado un pequeño espacio tipo escenario en un rincón del taller. Justo cuando llegamos, algunos de los clientes habituales estaban tocando.
Mi compañero conversó con naturalidad con el artesano, como si ya se conocieran, mientras yo me dejaba llevar por la música que llenaba el espacio y observaba los instrumentos esparcidos por allí. Maderas apiladas, instrumentos sin terminar, virutas brillantes esparcidas por el suelo… No puedo explicar con exactitud qué sentí en ese momento. Lo único claro es que apareció en mí una especie de reverencia hacia el trabajo de moldear el sonido.
Nunca antes me había sentido tan cautivado por algo. El deseo de aprender a trabajar con el sonido fue inmediato, casi inevitable. Después de aquella noche, pensé durante mucho tiempo en lo que quería hacer con mi vida y finalmente decidí dejar la empresa. La gente a mi alrededor trató de convencerme de que no valía la pena renunciar por algo así. Yo mismo estaba lleno de dudas: no tenía habilidad manual, y me preguntaba si no sería demasiado tarde para aprender ese oficio.
Pero aun así, mi corazón ya estaba allí. No había nada más que pensar.
Solo existía la pregunta de cómo crear mi propio sonido y cómo seguir creándolo.
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Tras escuchar esa historia, sus pensamientos continuaron persiguiéndola incluso en la oficina. Decidió ser honesta consigo misma y comenzó a preguntarse cómo quería vivir a partir de ahora. Mientras lo pensaba, empezó a garabatear dibujos en una hoja en blanco. En ese momento, un compañero cercano que pasaba por su lado retrocedió unos pasos y se detuvo para observar fijamente su dibujo.
“Las cosas imperfectas y desordenadas siempre tienen personalidad. Me gusta tu dibujo”, dijo.
Y luego le preguntó qué opinaba ella misma de su propio dibujo.
Ella respondió: “A mí… me gusta.”
Sorprendida por aquel comentario inesperado, se quedó mirando su dibujo durante un buen rato. Esa noche, al regresar a casa, puso la canción que más le gustaba y sacó sus materiales de arte, que no había vuelto a tocar desde la universidad. Con toda su atención puesta en sí misma, comenzó a llenar el lienzo que llevaba tanto tiempo en silencio.